Los gringos que ya no querían trabajar 

Jacobo Santín Márquez

Hace poco se logró formar el primer sindicato de trabajadores al interior de un Starbucks en los Estados  Unidos, exigiendo mejores condiciones laborales, mejores salarios, y el respeto de sus derechos. La  compañía trasnacional no escatimó en recursos y tácticas para evitar que esto sucediera, el fracaso fue  rotundo, los “partners” (título que le da Starbucks a sus empleados de tienda, que significa ‘socio’)  demostraron que no es suficiente hablarles bonito y pedirles que se “pongan la camiseta”, el verdadero  aprecio empieza con una nómina justa, que compense el esfuerzo diario que significa trabajar bajo  presión y atender clientes de todo tipo en medio de una crisis sanitaria mayúscula; este puñado de  empleados en Nueva York entendieron que una corporación cuyos ingresos anuales se expresan en  billones de dólares es capaz de eso y mucho más. 

Cuatro millones de estadounidenses renunciaron a sus trabajos en Julio 2021, sin importar la  inseguridad económica que provocaba la llegada de nuevas cepas COVID, no los despidieron, dejaron  sus trabajos por iniciativa propia, mientras que se gestaban movimientos como el de Starbucks, antes  mencionado, o la gran huelga nacional de Kellogg’s que resultó en un paro completo de sus operaciones y un boicot, lo que obligó a esta empresa a celebrar una renegociación de salarios con sus empleados;  un dato curioso fue que el corporativo de Kellogg’s implementó un formulario de contratación en línea  con la esperanza de reemplazar a los trabajadores inconformes y salirse con la suya, pero ni tardos ni  perezosos, seguidores de la huelga convocaron por internet a saturar este portal con solicitudes de  empleo falsas, y programaron un protocolo informático que enviara miles de estas cada hora, sobra  decir que el plan de la compañía se truncó sin remedio. 

Estos sucesos, el abandono en masa y los movimientos por los derechos laborales, surgen como parte  de un fenómeno conocido como “The Great Resignation,” “La Gran Renuncia,” o “La Gran Dimisión,”  que ha tomado fuerza en el país vecino durante el transcurso de la pandemia. La crisis de salud fue el  catalizador perfecto para la visibilización sobre muchos paradigmas relacionados con el trabajo, cuando  la práctica común de muchos negocios fue la de obligar a sus empleados a presentarse, enfermos o no, a  sus puestos para procurar el funcionamiento normal de sus establecimientos, resaltando su ‘heroísmo’  y rol vital para la economía, al punto de llamarlos “essential workers” o “trabajadores esenciales”, pero  sin un solo peso -o dólar- más, que compensara el riesgo de llevar a cabo esta importantísima labor en  un momento crítico de talla mundial, ¿suena familiar? A la vez que en otros ámbitos miles eran víctimas  de despidos en masa, no importa que le hubieran “echado ganas,” se hubieran “puesto la camiseta”, o  hubieran cumplido cada capricho de sus superiores, a la mera hora los corrieron y ni las gracias les  dieron, mientras los empleados ‘suertudos’ que quedaban ahora tenían que duplicar funciones, trabajar  más horas, y por supuesto, seguir recibiendo el mismo salario, o uno reducido; eso sí, el patrón nunca le  perdía, estudios como el realizado por Oxfam Internacional “Inequality Kills,” o “La desigualdad mata”,  muestran como la población más adinerada no solo se ha mantenido, sino que ha aumentado su riqueza  en el transcurso de la pandemia, contrario al grueso de la población mundial, y no sorprende, ofrecer  sueldos miserables a una población desesperada se volvió más rentable que nunca. 

Sumado a esto, una mayoría de empresas fueron obligadas a recurrir a esquemas de trabajo remoto,  modalidad que en un principio les brindó numerosas maneras de exprimir a su personal, desde la  infame costumbre de dar órdenes fuera de horario laboral (y esperar se cumplieran al momento), hasta  la instalación de software de vigilancia que reportara cada acción del trabajador para asegurar 

productividad perfecta, sin importar que estas medidas fueran ejemplos claros de invasión a la  privacidad, o violaciones a la división entre trabajo y vida personal. 

En un principio estas condiciones eran vistas como males necesarios en un contexto dónde tener trabajo  era un enorme privilegio, como sucede todavía en nuestro país, y tenía sentido que la presión para  conservar un puesto fuera mayor, pero esta mentalidad empezó a cambiar poco a poco, con la  ampliación de programas sociales para el desempleo, la dispersión de dinero por parte del gobierno  federal -los famosos “stimulus checks,” dinero repartido a cada adulto como apoyo desde la  administración de Trump hasta la presente de Biden- así como la decepción que provocaba ver al  sistema llegar a sus extremos y que los más afectados pagaran los platos rotos. 

Cuando los primeros estímulos económicos fueron depositados, muchas personas se preguntaron si era  mejor estar desempleado, aprovechar estos apoyos y ser pobre, o seguir trabajando de sol a sol,  arriesgar su salud, soportar exigencias sobrehumanas, y seguir siendo pobre, la decisión estaba tomada. 

Cuando las autoridades pensaron que se acercaba el final de la pandemia en la segunda mitad de 2021,  relajaron las medidas impuestas a las compañías (no la mejor decisión, en retrospectiva) que no  dudaron en mandar llamar a todos su personal remoto de vuelta a las oficinas, unos cuantos aceptaron  gustosos, pero otros pensaron en lo que sería volver a un cubículo: tener que hacerse horas de camino  para ir y venir de las oficinas, dejar a sus familias, dejar los nuevos hobbies e intereses adquiridos en  casa, lidiar con el jefe y el supervisor prepotente, ponerse el uniforme, volver a esa ‘normalidad’ que no  extrañaban; algunos se resignaron, los demás pidieron la continuidad del modelo remoto, si no se  respetaba, encontraban empresas donde se les diera mayor flexibilidad y mejor sueldo, la era de rogar  había terminado, llegó la hora de exigir. 

Estas actitudes comenzaron a difundirse por medio de las redes sociales, donde foros que eran poco  frecuentados empezaban a atraer una gran audiencia, intrigada por la idea de que el trabajo no era todo  en la vida, y que el descanso, la recreación, el tiempo para disfrutar del arte, la naturaleza y nuestras  familias no eran lujos, sino derechos, derechos que las clases pudientes disfrutaban sin importar el  COVID o la escasez; se popularizó la idea de que no basta luchar por un salario mínimo mejor, sino que  se necesita un salario decente y humano, que es inaceptable ser obligado a sacrificar tu salud para llenar  los bolsillos rebosantes de unos cuantos accionistas, que es indigno que tu familia no llegue a fin de mes  o pase hambre después de chingarle cuarenta horas o más a la semana. 

Los locales se vaciaron, las huelgas explotaron, los ventanales de los restaurantes de comida rápida – explotadores por antonomasia- se vieron cubiertos de ofertas de empleo que cada vez ofrecían más  prestaciones, pujando por atraer al personal más básico, que no llegaba; el libre mercado que tanto se  invocaba en favor del capital, les había propinado una cucharada de su propia medicina, una gran  demanda de personal, pocos trabajadores dispuestos a aceptar migajas. Funcionó, pronto los salarios  empezaron a subir. 

Estos cambios dieron mucha fuerza a debates sobre qué tan adecuada ha sido la evolución de la  sociedad industrializada, qué tan necesaria es la jornada laboral de ocho horas diarias, cinco días a la  semana (recordamos que en México son seis, prácticamente), cuando ésta ha demostrado ser  perjudicial para el desempeño profesional; el debate sobre por qué los avances tecnológicos y la  automatización no han representado mayor bienestar sino que se han traducido en inseguridad laboral  para buena parte de la población y mayor desigualdad; y un grande etcétera.

En estos momentos los efectos de la Gran Renuncia siguen impactando a los Estados Unidos, y  tendencias parecidas se fortalecen en los países desarrollados, dan esperanza sobre el futuro del trabajo  después del COVID, y sobre todo, representan un destello para países como México, dónde si bien la  mayoría no se puede permitir dejar su sustento en aras de pelear mejores condiciones, los estragos del  virus nos han dejado muy claras las prioridades, y en las nuevas generaciones hay cada vez mayor  rechazo a reproducir los modelos que han mutilado el tejido social, entre los que se encuentra el  precario mercado laboral.

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